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Y nuevamente a música, humo, café y velas, la noche me desvela. Las ganas de soñar se ven mermadas por el fatídico deseo de no querer un nuevo día. Y es que siento que se me ha secado el alma. Quisiera poder llorar, pero ni siquiera de eso tengo ganas.
El corazón se me ha encogido a tal punto en que sólo caben los suspiros de mi pequeño. Sí, el mismo que duerme silente cada noche en su cama. Por él, la angustia se hace liviana y pesada a la vez. El miedo a no poder ser una mejor madre se ha acrecentado.
Rabia con la vida, con mi vida, conmigo… Salgo a la calle y los piropos ya no alimentan mi ego, más bien parecieran hacerle burla a mis ganas de desaparecer. Entonces corro a casa a refugiarme en canciones. Canto para escupirle al silencio que a instantes pequeños tanto detesto.

Ciertos momentos traumáticos se empeñan en recordarme de que sigo oliendo a mierda desde entonces.
La inseguridad se ha robado toda mi ilusión de ser feliz.
La autoestima sólo me alcanza para darme cuenta objetivamente frente al espejo de que fea no soy. Me miro sabiendo de que día a día la oscuridad que me acompaña opacará aún más mi intrascendente inteligencia y posible belleza interior, despertando el odio más profundo hacia mi ser, impidiéndome así...

...crecer.

C.G.